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Pablo Atchugarry

(Montevideo, Uruguay, 23 de agosto de 1954)

Sus padres, María Cristina Bonomi y Pedro Atchugarry, grandes apasionados del arte, percibieron las aptitudes de su hijo y lo estimularon desde la infancia a expresarse a través del dibujo y de la pintura, disciplina que a tiempo parcial, pero con enorme entrega, abrazó el propio Pedro. En 1965, y con 11 años de edad, Pablo participó en una exposición colectiva en Montevideo, exhibiendo por primera vez dos cuadros.  

Luego continuó con su búsqueda y experimentó con diferentes materiales, desde la arcilla hasta el cemento, el hierro y la madera. En el año 1971 creó su primera escultura en hormigón, titulada Caballo. Paulatinamente se fue interesando en las posibilidades expresivas de estos materiales arena y cemento, agregando en ocasiones hierro y plomo. Así nacieron en 1974 las obras Escritura Simbólica, Estructura Cósmica, Metamorfosis Prehistórica, Maternidad y Metamorfosis Femenina, donde a la estética honda y particular que hoy lo identifica se sumó una capacidad expresiva hermosa y desgarradora.


En 1972, Atchugarry realizó su primera exposición individual de dibujos y pinturas en el Centro de Exposiciones SUBTE de Montevideo; le seguirían varias muestras entre 1974 y 1976 (Galería Lirolay de Buenos Aires, XV Salón Internacional Paris-Sud, Porto Alegre, San Pablo, Brasilia y Río de Janeiro; durante esta última conoció al extraordinario Iberê Camargo).

En 1977, el escultor comenzó a viajar por Europa, visitando países como Bélgica, Dinamarca, Francia, Alemania, Países Bajos, España, Suiza e Italia.  

Durante su estancia parisina creó el dibujo preparatorio de La Lumière, su primera escultura en mármol, para cuya realización se trasladó a Carrara.

El encuentro con el mármol y con las canteras lo deslumbraría para siempre, y le hizo descubrir el material que lo acompañaría durante toda su vida. Un apotegma del escultor nos ayuda a entender esa relación mística, bella y primitiva: “Fue como encontrar el verdadero amor”. 

La verticalidad de sus esculturas, que se elevan hacia el cielo, también teje un vínculo entre dos mundos, el suelo terrestre en el que están sólidamente ancladas y el aire impalpable en el que parecen flotar. Al contemplarlas, nuestra mirada se dirige automáticamente hacia arriba y se pierde incluso más allá de la materia. Las creaciones de Pablo Atchugarry están envueltas en un halo de misterio y no se entregan a primera vista. Hace falta un tiempo de observación para que la escultura se revele a medida que uno se mueve a su alrededor y que la luz viene a golpearla. Entonces uno puede dar rienda suelta a su imaginación e interpretarla como desee. Este fenómeno, favorecido por el aspecto no figurativo de las esculturas, parece intencionado por parte del artista que no pone títulos a la mayoría de sus creaciones, por lo que da la impresión de no querer influir en la percepción de cada uno. 

Sus obras se vuelven intemporales y por lo tanto forman parte de una continuidad histórica, la de los escultores helenísticos, del genial Miguel Ángel, de Giacometti o de Brancusi. 

Philippe Clerc, historiador de arte