Arte y geopolítica en Torres García

Los 150 años del nacimiento de Joaquín Torres García (Montevideo, 1874-1949) motivan una serie de actividades celebratorias que comenzaron a fines del año pasado con la exposición «Joaquín Torres García: el descubrimiento de sí mismo» en el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA).1 Es una buena oportunidad para repasar algunos aspectos del artista uruguayo más influyente de la historia.

Es difícil exagerar la importancia de Joaquín Torres García en el panorama de las artes visuales de nuestro país e incluso en América. Su retorno a Uruguay en 1934 luego de su derrotero de más de 40 años por tierras europeas –y una estadía en Nueva York– puede considerarse como un parteaguas en el arte uruguayo del siglo XX. Una vez arribado a Montevideo, creó una asociación de artistas y fundó una escuela que sigue aún hoy cultivando seguidores. Puso en relación la pintura de caballete con el arte mural, la arquitectura con la artesanía y casi todos los aspectos de la vida cotidiana al servicio de valores estéticos y humanistas. Con una prédica incansable –dictó cerca de 600 conferencias–, sentó las bases del universalismo constructivo, movimiento artístico-filosófico en el cual conceptos como abstracción, tono, estructura, sección áurea y pintura-luz plantean una nueva relación con el objeto y una mística del trabajo creador. Además del prolongado magisterio, escribió libros
Historia de mi vida (1939), La ciudad sin nombre (1944), Lo aparente y lo concreto en el arte (1947), entre otros– y fundó revistas, como Círculo y Cuadrado (1936-43) y Removedor (1944-53).

La doctrina de Torres, fuertemente imbuida por la filosofía platónica, marcó a fuego a varias generaciones de artistas, teóricos y escritores uruguayos, y sirvió de inspiración para otras vanguardias rioplatenses, como el arte Madí y el arte concreto-invención. Su pintura conoce varias etapas, desde el inicial noucentisme catalán, pasando por las experiencias vanguardistas parisinas cercanas al cubismo y al neoplasticismo, hasta llegar a su idea del constructivismo desde el Sur, que integra símbolos precolombinos en busca de una concepción genuina que entronque con la vasta tradición del arte universal. Pero el núcleo duro del aporte de Torres –algo que refirió con insistencia su principal teórico, Juan Fló– debe leerse en clave de su regreso a Montevideo.

«Creo importante subrayar que solamente desde esos últimos 15 años de su vida, vividos en Montevideo, es posible comprender cabalmente a Torres y que, en un momento en que su nombre crece individualmente, debemos adelantarnos a configurar la imagen adecuada del maestro antes que las imágenes producidas desde Europa y Estados Unidos, incomprensivas de su etapa americana y por eso mismo incapaces de entender profundamente la totalidad de su obra, se sobreimpriman a nuestra experiencia y, en medio de celebraciones, elogios fútiles y orgullo pueril y colonial por tener un artista americano que crece en la estima de las metrópolis, admitamos que se empobrezca su sentido.»2

En parte por esta razón, la exposición curada por dos investigadoras argentinas, Aimé Iglesias Lukin y Cecilia Rabossi, concitó muchas expectativas. Iglesias Lukin es la directora y curadora jefa de Artes Visuales en Americas Society y vive en Nueva York desde 2011. Rabossi es una investigadora y curadora independiente que vive en Buenos Aires, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, con antecedentes como la notable exposición de Xul Solar en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires (2017). El MACA viene desarrollando una política expositiva con curadores extranjeros, ya se trate de artistas históricos nacionales –como María Freire y Pedro Costigliolo– o de artistas del exterior –como la muestra de Bruno Munari, que comparte cartel con esta de Torres–. Cuando se trata de muestras de artistas uruguayos, esta opción por curadores extranjeros aporta frescura y nuevas miradas, y ofrece, a la vez, el riesgo de caer en esquematismos y reducciones, en especial si no se dan los debidos tiempos de planificación.

Hecho el preámbulo, hay que decir que el trabajo de las curadoras cumple en parte con las expectativas que ha generado. Sin contradecir las ideas de Fló, busca entender las fuentes creativas del maestro: «Esta exhibición se propone pensar cómo ese recorrido por las ciudades de los nortes –tanto de Europa como de América– le permitió entender, digerir y replantear una nueva idea de modernidad que dialogara mejor con quien él era como artista y como ciudadano. Es por eso que el título de la exposición «El descubrimiento de sí mismo», inspirado por su libro homónimo de 1917, pone el foco en el rol que sus viajes tuvieron en el periplo emocional y mental de Torres García, que concluyó con su regreso a Montevideo en 1934, en donde el artista se convierte en maestro no solo de una, sino de varias generaciones de artistas rioplatenses que siguen su inmenso legado hasta el día de hoy».3
Como jalones de un periplo iniciático, se suceden las obras realizadas en Barcelona, Madrid, París, Nueva York y Montevideo (faltan otras escalas importantes, como la italiana).

Entre los principales logros destaca el haber conseguido un conjunto de piezas maestras pertenecientes a colecciones públicas y privadas, pero especialmente de estas últimas, que son muy raras de ver. Constructivo con reloj (óleo sobre tela de 1936), Fresco constructivo (fresco sobre arpillera de 1942), entre otras, son pinturas de buenas dimensiones cuyos costosos seguros las tornan invisibles, y aquí podemos disfrutarlas de forma gratuita. También hay una variada selección de obra gráfica, ilustraciones de libros, cuadernos de notas con acuarelas y los famosos juguetes Aladdin, con los que Torres probó suerte en Nueva York, entre otras excelencias. Todos estos aciertos se empañan, en parte, por un montaje errático que incurre en deslices incomprensibles. Hay obras colgadas a alturas que hacen difícil, si no imposible, su apreciación, como algunas pinturas de la etapa parisina, una de las épocas más fermentales.

En el diseño de montaje prima un afán pedagógico que coloca en un mismo nivel jerárquico piezas originales extraordinarias con indicaciones de señalética, videos informativos y dibujos, fotografías mínimas sujetas por acrílicos cuyos clavos de sostén son más grandes que los personajes que comparecen en la foto. Por sobre todo se echa de menos uno o más ámbitos restringidos para poder apreciar con calma –sin el bullicio del entorno– delicadas obras de pequeño formato que llaman al recogimiento y al encuentro intimista con la creación. Sucede que las obras exhibidas comparten el común espacio de una gran sala, separada en dos por un tabique que ofrece sendos mapas ilustrativos. Tal vez, para un visitante que se aproxima por primera vez al artista, esta inusual «puesta en escena» resulte atractiva y sugerente. También se podría desplegar el mapa de Torres sin tanta pretensión didáctica, bajándolo un poco a tierra.

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