Selva Almada: "La violencia es constitutiva de nuestras vidas y de nuestras historias, tanto a nivel país como personal"

La escritora argentina, una de las exponentes de la literatura de la región, llega a Uruguay este fin de semana para participar de la FIL del MACA

Las historias de
Selva Almada se abren entre montes ribereños, el calor aplastante de la llanura chaqueña, los mosquitos del Paraná, el barro en el fondo de los arroyos, la pulsión casi salvaje de una literatura que, escrita desde una Buenos Aires adoptada, regresa una y otra vez a la provincia. Tiene lógica, entonces, que la llegada a Uruguay de la escritora argentina de 50 años, una de las exponentes de su generación en la región, sea para hablar y buscar el vínculo entre la geografía, el paisaje y la escritura en una chala que dará, este domingo a las 17, en el Festival Internacional de Literatura del Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA), en Punta del Este.

Autora de una formidable trilogía de novelas compuestas por El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río, además de otros tantos textos destacados más, Almada es uno de los "platos fuertes" de este festival, que se desarrollará durante el fin de semana y que también tendrá la presencia de otros nombres destacados del panorama internacional, como el estadounidense David James Poissant,  el francés Thibault de Montaigu o los también argentinos Pedro Mairal y Dolores Reyes. 

Antes de su pasaje por el MACA (más detalles del evento, acá), Almada habló con El Observador sobre la forma en la que el terreno determina sus historias y personajes, de su lucha por la descentralización de la literatura argentina y del inminente estreno de la adaptación cinematográfica de su primera novela, El viento que arrasa.

Instancias como la FIL del MACA ponen a la escritura en el centro de la conversación. ¿Qué significa para vos hablar de esto, conversar en torno al oficio? ¿Qué valor le das?

A mí en general me entusiasma hablar o escuchar hablar de literatura. A veces me parece que en estos tiempos de redes sociales y mucha circulación se da algo paradójico, que es que los escritores somos más visibles y estamos en todas partes, pero pareciera que cada vez hablamos menos de literatura. Entonces me pone contenta que esté el espacio para hablar de lo que escribimos, de lo que leemos, y obviamente también es una conversación que me gusta tener con amigas y amigos que también escriben.

¿Qué tan presente está la conversación en tu vida privada?

Hace un tiempo que no doy talleres de escritura, pero fue una actividad que hice durante diez años, tres o cuatro veces por semana, y en ese espacio se daba una conversación frecuente. Ahora tengo un proyecto de librería virtual que se llama Salvaje Federal, que se focaliza en la literatura argentina de provincias, y con mis socias y compañeras hablamos mucho de lo que estamos leyendo, de lo que se publica. Las tres escribimos, así que también la escritura ocupa un lugar en nuestras conversaciones. Y después tengo un grupo de amigos, del último grupo de taller de Alberto Laiseca, que fue nuestro maestro, y con ellos nos juntamos habitualmente una vez por semana. No son conversaciones que tenga todo el tiempo, pero ocupan una parte importante de mi vida. 

Ya que mencionás a Laiseca, ¿dónde ves su huella a la hora de pensarte como escritora?

Lai murió hace ya siete años, pero lo tengo muy presente siempre. Primero porque conocerlo para mí fue fundamental, por el aprendizaje y para empezar a pensar también en la figura del escritor. Laiseca fue uno de los últimos autores de una generación donde el escritor no existía en las redes sociales y la manera en la que circulaba en la literatura y en la formación de otro escritor era diferente. Mi contacto con él fue muy cercano y con el tiempo también se transformó en una amistad. Eso hizo que lo tenga siempre presente y que, de repente, al estar escribiendo o corrigiendo piense en él. Es una voz que sigo escuchando. Pasa eso con los muertos: seguimos teniendo conversaciones con ellos, aún cuando no estén presentes físicamente, sobre todo cuando esa persona, como él en mi caso, fue tu maestro.

La conversación del sábado será en torno a la escritura, el paisaje y la geografía. ¿De qué manera estos elementos determinan tu escritura?

Desde hace años el paisaje es una parte, o diría un personaje más, en los relatos que escribo. A veces es un paisaje imaginado también. Si pienso en No es un río, la última novela que escribí, no es que yo haya tenido esa experiencia de la isla, pero fui varias veces al Delta y el paisaje se construye a partir de eso, de lo que pienso que es la percepción que esos personajes que habitan el lugar tienen de su entorno. En esa novela, por ejemplo, me gustó buscar qué árboles crecen allí, ver fotos e imágenes, y después poder reconstruir eso en la escritura, más que nada guiándome por una especie de sensibilidad hacia el mundo vegetal y animal. Suelo preguntarme ‘si yo fuera un pescador, ¿qué significaría para mí el río, qué significaría el monte, cómo sería esa vivencia, esa relación?’. Y luego me pongo en el lugar de los forasteros, quiero saber cómo se sienten interpelados por ese paisaje desconocido.

En la web de Salvaje federal la literatura está dividida por rótulos del tipo "literatura fluvial", "montaraz", "andina", "patagónica". Tu obra entraría dentro del primer grupo, esa literatura fluvial de la zona de Entre Ríos.

No tuve la suerte de nacer al lado del río, porque mi pueblo está algo más corrido para adentro, pero sí tuve en la infancia la experiencia de los arroyos, las cañadas, había bastante de eso en la zona. Y después, cuando a los 17 años me fui a vivir a Paraná, ahí sí. Es verdad que el río aparece mucho en mis libros. En El viento que arrasa y Ladrilleros, que son novelas anteriores a No es un río y que transcurren en una geografía diferente, más agreste y seca, más calurosa, el río aparece siempre como una especie de ensoñación, como en los recuerdos de los personajes, como vinculado a una especie de vergel, a la idea paradisíaca del río.

Hablando de geografía, vos escribís desde Buenos Aires, pero sobre la provincia. ¿Hay algo de reivindicación política en eso?

Sí. Cuando me vine a vivir a Buenos Aires a fines de los 90, antes de la explosión de las editoriales independientes, cuando recién empezaba internet, era otro mundo. En ese momento sentía que para escribir, para poder publicar y para hacerme un espacio en la literatura tenía que vivir acá. Por suerte, sobre todo después de la crisis del 2001, nació la movida independiente y eso tardó un poco en llegar al interior, pero llegó, y hoy en casi todas las provincias hay editoriales. Por supuesto siempre hay polos donde hay una mayor producción editorial, como Córdoba o Rosario, o en el sur, donde también tienen una producción bastante grande, en lugares como la Patagonia. Hoy en las provincias se hacen libros de muy buena calidad y hay autores súper interesantes que fui conociendo al viajar a ferias y a festivales. Por eso, en un momento con estas amigas nos pusimos a pensar en poner una librería que tuviera esa literatura en Buenos Aires, porque acá vivimos las tres y me pasaba de ir a ferias o a festivales y traer libros de autores que conocía ahí, y después querer recomendarlos pero no había dónde comprarlos.

Y hay algo de activismo en esa decisión, también. ¿No?

Yo lo siento como un activismo, claro. Porque más allá de que vivo en Buenos Aires, publico en una editorial multinacional y tengo un lugar importante dentro de la literatura argentina, al mismo tiempo siento que hay otras autoras y autores súper interesantes que de repente siguen viviendo en Córdoba o en Neuquén y no tienen la posibilidad de aparecer, de estar, de que sus libros sean leídos. Y como provinciana que soy un poco me cansa la idea de que la literatura argentina es solamente la literatura rioplatense, o la literatura que se hace en Buenos Aires. Me parece que hay que abrir el espacio, abrir el juego. Sobre todo porque también en estos últimos años pasaron un montón de cosas interesantes fuera de Buenos Aires.

¿Y tu escritura se ancla en la provincia también por una decisión consciente o funciona de otra manera?

No es que me niegue a escribir historias urbanas o ambientadas en ciudades, sino que hasta ahora cuando aparecen ideas para escribir, cuando aparecen escenas, porque en general empiezo a escribir a partir de pequeñas escenas, siempre tiene que ver con la provincia o con la ruralidad. Diría que es algo inconsciente. Supongo que en algún momento aparecerán esas otras historias, pero la verdad es que todavía me sigue resultando mucho más atractivo que mis historias ocurran en esos paisajes.

Incluso lo llevás a la no ficción, como el caso de Chicas muertas o El mono en el remolino, sobre el rodaje de Zama de Lucrecia Martel.

Yo admiro muchísimo a Lucrecia y para mí era la posibilidad de verla de cerca trabajando. También dije que sí porque los escenarios en los que la película iba a desarrollarse me parecían súper potentes, también la posibilidad de que trabajaran personas de las comunidades indígenas de esas zonas. Quería escribir sobre eso.

¿Es necesario descentralizar el canon de la literatura de las capitales?

Totalmente. O sea, soy anti canon. Anti canon de cualquier parte del mundo. El canon deja a un montón de autores fuera de órbita. Hasta hace poco dejaba a las mujeres afuera, no tenían lugar en él. Ahora de a poco vamos apareciendo, pero todavía quedan también por fuera todos esos autores que escriben y editan desde las provincias. Soy arti canon en general, no solo por este proyecto de la librería, aunque lo de salvaje en el título tiene que ver con eso, con leer de una manera más arriesgada, sin que te estén diciendo que tenés que leer este libro sí o sí, y tiene que ver también con abrir el juego y ser lectores más curiosos.

La violencia es una presencia inherente a tu obra también. ¿Por qué te interesa abordarla?

Me cuesta un poco hablar de temas en mi escritura, pero la violencia sí aparece como parte de esas tramas. Como impulso también, como pasa en Ladrilleros, donde está todo armado alrededor de la violencia de los protagonistas y de las vidas de sus padres. Y en otras historias, como en El viento que arrasa, quizás aparece de un modo mucho más cerrado y vinculado con el paisaje, que expulsa todo el tiempo a los personajes, que están en una lucha contra esa geografía. Siento que que la violencia es constitutiva de nuestras vidas diarias y de nuestras historias, tanto a nivel país como personal. La violencia aparece siempre, aunque no la busque.  

¿Tenés alguna preferencia entre los tres libros de la trilogía de El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río?

Durante muchos años mi libro favorito fue Ladrilleros, porque sentía que en esa novela había podido lograr un montón de cosas que tenía ganas de hacer. Había leído El camino del tabaco, de Erskine Caldwell, y de alguna forma… ¿Viste que cuando lees un libro a veces sentís que te da permiso para hacer cosas, o que te impulsa a escribir sobre determinados temas? Sentí eso y lo llevé a Ladrilleros, donde me di todos los gustos y que sigue siendo una novela que quiero mucho. Pero ahora quizá voy por No es un río. En esta última novela tenía ganas de acercarme más al mundo de la poesía que al de la narrativa.

En esa novela la depuración de las palabras es determinante. ¿Cómo lo trabajaste?

Soy bastante obsesiva para corregir, pero en No es un río fui absolutamente meticulosa y me preocupé de que no sobrara ninguna palabra. Incluso escribí mucho para después poder recortar mucho. Fue un trabajo de depuración, efectivamente.

El viento que arrasa fue adaptada al cine por la directora Paula Hernández y se estrena dentro de algunas semanas en San Sebastián. ¿Cómo es tu relación con la traducción de ese texto a una nueva plataforma narrativa?

Los derechos del libro los vendimos hace muchísimos años, cuando yo todavía estaba publicando con Mardulce, que fue la editorial que hizo la primera edición de El viento que arrasa. Me acuerdo de que antes de que el productor viniera con la propuesta ya había aparecido otra persona queriendo hacer una película del libro, y primero dije que no, porque me parecía que la historia era una novela y no tenía que ser una película. Lo charlamos bastante con el editor y él me convenció diciendo que en realidad iba a ser otra cosa, y que ni siquiera tenía que ser parte o me tenía que gustar el resultado final. Se vendieron los derechos y también los de Ladrilleros y Chicas muertas. Ahí fue que tomé la decisión de no involucrarme en los proyectos de cine que tengan que ver con mi obra. Que sea realmente un trabajo, una pasión, una mirada absolutamente ajena a mí. Eso ya me deja tranquila. Después me gustará más o menos la película, pero la veré en el cine como cualquiera, y no voy a tener relación con el proyecto.

O sea que no la viste aún.

En realidad ya la vi. Hubo una proyección antes de que fuera a los festivales. Me gustó mucho.

¿Se percibe el vínculo con la historia que creaste originalmente? ¿La sentiste cercana?

Lo sentí, al margen de que obviamente es una adaptación y por supuesto la directora hace un recorte de los personajes. Digamos que no es completamente mi novela y eso está muy bien, porque las películas que reproducen absolutamente todo el libro no son muy interesantes. Me gustó mucho lo que hizo Paula Hernández, sentí que está el espíritu de la novela en algo que es de ella y que tiene una mirada muy personal.

Al menos de entrada, Paula Hernández parecía un nombre lógico para llevar esa historia al cine. 

Cuando supe que iba a ser ella me alegró. Yo no la conocía personalmente, nos conocimos a partir de esto y enseguida lo sentí. El viento que arrasa está en buenas manos.

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