“No existe en el ámbito humano dos actividades que vayan tan de la mano como la arquitectura y el arte, es así en todo el mundo...”

“Mi tarea no es juzgarme, sino crear.”

Mucho antes de que se conocieran, había entre Pablo Atchugarry y Carlos Ott coincidencias esenciales que hoy explican, si es que el misterio que entraña el afecto puede llegar a explicarse algún día, la madera de la que están hechos. La principal: el rechazo del escultor a toda forma de arte que se valga de la producción sistematizada para sustituir la naturaleza de un oficio que por fuerza ha de ser artesanal; rechazo que en Ott se traduce en su imposibilidad de trabajar siguiendo los estándares seriales de la arquitectura contemporánea. No podría ser de otro modo, porque este uruguayo nacido en 1946 es, más que un arquitecto antiguo, moderno o contemporáneo, un artista que fascina al espectador con la estela sucesiva de grafismos que lo ha convertido en un individuo para quien el dibujo es una segunda forma de respirar. Forma de respirar que, por adictiva y fácil que parezca, Ott ha cultivado a lo largo de largas y fervorosas horas, impulsado por una pareja que siempre lo apoyó con amor y lo estimuló con dosis torrenciales de cultura y exigencia: Carlos Ott Rius y Walkiria Elvira Buenafama Saravia, sus padres.

Con la frescura, el humor y el carisma con que reviste cada una de sus historias, se arropó para la conversación este hombre que se las ha ingeniado para envolver el globo con obras contundentes, funcionales y hermosas, desde Buenos Aires, Toronto, Abu Dabi y Hangzhou, pasando por Montevideo y hasta llegar a París, donde su Ópera de la Bastilla funciona como la imaginaria sede de una embajada sin bandera que el Uruguay tiene en el corazón de Europa.

“La gloria es efímera y el ego desmedido no es normal en ningún caso”, ha llegado a declarar con su sinceridad habitual Ott, para quien, curiosamente, “ser uruguayo en el mundo es una gran ventaja”. Sin abandonar aquel espíritu, el cocreador del Museo de Arte Contemporáneo Americano –que se erigirá a partir de diciembre de 2021 en Manantiales–habló largamente sobre su carrera, sobre sus obsesiones y sobre su hipnótica pasión por los lápices.

¿Qué pensó cuando Atchugarry le pidió construir este museo, y por qué aceptó?

Pablo me llamó por teléfono y no me pidió, sino que me dijo hasta de una forma un poco tímida: “Carlos, yo estoy pensando en hacer un museo para mi colección, ¿tú considerarías realizar un nuevo edificio?”. Y le contesté: “Pablo, ¡pero por supuesto, contá conmigo, no lo pienses dos veces! Cuando me respondió, “bueno, bárbaro”, ahí me cayó la ficha.

¿De qué se dio cuenta?

De que era un proyecto de responsabilidad, porque Pablo es el artista viviente más importante del Uruguay, además de uno de los más notables en la historia del país. Así que pensé: “¡A la pucha!”. Porque hacer un museo para él en un lugar tan fabuloso, conociendo no solo su trayectoria sino también la colección que tiene, no es cualquier cosa.

¿Este edificio va a formar parte del legado de Carlos Ott?

Si Dios quiere, sí. Espero no macanearla. Yo le he dedicado muchísimo tiempo, lo hemos diseñado y pensado juntos con Silvana, Pablo y Piero, y también con todos sus colaboradores. Y es un proyecto al que es imposible no ponerle el corazón. Es para la colección de Pablo, en Uruguay, en Maldonado, en su taller, y creo que puede ser un elemento muy importante para la cultura uruguaya, sudamericana, americana e internacional, porque esa es la dimensión de Pablo.

¿Usted ha construido otros museos relevantes?

Mirá: en un momento fui a Canadá porque me contrató un estudio de arquitectura, Moffat and Kinoshita, que acababa de ganar el proyecto para la ampliación y la renovación del Royal Ontario Museum, que es un museo muy raro porque combina arte –con colecciones e institutos que abarcan desde el arte chino hasta el arte medieval y el arte europeo–con ciencias y departamentos de geología y aracnología, por darte un ejemplo. Yo me mudé en 1974, y en 1978 o 1979 dejé el estudio, pero ese diseño fue esencialmente mi proyecto. Y me tocó trabajar muchísimo, estudiando un montón, porque me contrataron justo al principio junto al director del museo -habían contratado un Project manager-, y realizando interviews a los diferentes departamentos, a ver qué era lo que se exigía. Se trataba de un edificio con forma de “H”, con una parte que databa de 1910-1914 y otra de los años 30, y tuvimos que hacerle dos intervenciones: una de galerías y otra de zonas de análisis, estudios y laboratorios. Así que me tocó eso, trabajé mucho y tuve que estudiar museografía. El proyecto se terminó de construir en 1983, cuando yo ya estaba en París.

¿Qué desafíos particulares le plantea este nuevo museo de Manantiales?

Muchísimos, empezando por la colección, que reúne esculturas, pinturas y dibujos, que tiene una gran variedad de artistas americanos y que va desde Alaska hasta Tierra del Fuego, con creadores esencialmente modernos y contemporáneos. Y siguiendo porque es parte de un complejo que incluye una gran exhibición de la obra de Pablo Atchugarry, que se encuentra en una zona rural muy interesante, rodeada de árboles y de verde, en vez de en una zona urbana rodeada de asfalto. Aparte, es un proyecto que debe convivir con exigencias técnicas diferentes, ya que aquí habrá objetos de plástico, de lápiz, de pastel y de acuarela, y porque también habrá maderas, todo un conjunto que requiere tratamientos y protecciones distintas.

Quiere decir que hay una exigencia estética, independientemente de una exigencia funcional que requiere mucha versatilidad.

Pusiste el dedo en la llaga. ¿Y por qué? Porque tenemos exigencias artísticas y exigencias científicas y técnicas. Entonces, ¿cómo convivís con las dos cuando son antinómicas, cuando querés, por ejemplo, que aquella escultura esté fuertemente iluminada por el sol pero debés evitar que una esfera de Julio Le Parc reciba rayos ultravioletas que la pueden dañar? Es un trabajo muy complejo que tuvimos que hacer con Pablo y con asesores especializados a todos los niveles.

¿Cómo describiría su trabajo con Pablo y cómo evolucionó su relación afectiva con él?

Empiezo por el final. La relación afectiva no existía, porque no nos conocíamos. De hecho, a Pablo lo conocí gracias a un coleccionista amigo de los dos, Alex Vik. Y cuando tuve que diseñar el hotel para su proyecto en José Ignacio, se me ocurrió decirle que la puerta principal de un edificio tan importante debía evocar las puertas del Baptisterio de Florencia, y de repente llamar a un concurso para diseñarlas. “Ah –me dijo Alex–, ¡al que tenemos que llamar es a Pablo Atchugarry!”. Ahí lo conocí, él diseñó una puerta verde en bronce muy pesada y me impresionó muchísimo su obra, que no conocía con tanta profundidad, porque la distancia puede ser un escollo. Y Pablo, pese a sus orígenes vascos, es una persona muy afectiva, muy expansiva, muy italiana en su forma de ser. Así que nos hicimos amigos rápidamente. Pero además el trabajo este nos ha llevado a convivir, él me aguanta mis berrinches –y viceversa–y nos divertimos mucho juntos.

Ahora, ¿cómo es ese trabajo?

Como te dije, Pablo me llamó aquella vez de una manera tímida, acepté, salté del auto, nos encontramos en el terreno y él empezó a explicarme qué pensaba en este lugar, con aquellos árboles, mirando para acá, para allá, dándome todas sus ideas. Y ahí mismo sacamos papel y lápiz y yo me puse a hacer rayas mientras él me decía qué le parecían. De manera tal que esto ha sido una cocina con dos chefs, porque todo fue tan mezclado que es muy difícil saber quién hizo qué.

¿En serio?

Sí: no sé quién puso la cebolla, quién puso el ajo a freír y quién puso la mostaza. Pero sé que el resultado ha sido un plato muy rico, que a mí me ha encantado trabajar con Pablo y que, a no ser que sea un masoquista, a él también porque me invita siempre, nos comemos demasiados kilos de comida, la pasamos muy bien y, a juzgar por lo que dice su esposa y por las grandes botellas de vino tinto con que terminamos arriba de la mesa, tomamos mucho (risas). Así que hoy la obra se encuentra en marcha, y además Federico y Gastón Atchugarry, que están al frente, nos odian porque cada vez que Pablo y yo nos encontramos hacemos algún cambio (risas). Pero el proyecto no se terminó, nuestros caminos no se han bifurcado y en este momento, él desde Italia y yo desde Uruguay, separados por el COVID-19, hablamos continuamente por Zoom y nos llamamos preguntándonos, por ejemplo, si estamos de acuerdo con este color o con este gris, o tal vez si vamos con el techo blanco o no. Y así seguiremos hasta la inauguración.

El libro que cobija esta entrevista reúne una serie de dibujos suyos muy impactantes que tienen que ver con el proceso detrás del museo. Pero Ott es un gran dibujante arquitectónico y artístico. Así que me gustaría saber qué significa el dibujo para usted y cuánto tiempo, cuánto amor, cuánta dedicación y cuánto talento natural supone.

Para mí el dibujo y la pintura son esenciales, y creo que lamentablemente en la cultura occidental les damos mucha menos importancia que en la cultura oriental. Los chinos y los japoneses escriben con el mismo vocabulario y el resultado son dibujos. En cambio, la civilización judeocristiana ha inventado letras, por lo cual de una forma muy abstracta escribimos “casa” u “hombre”, mientras que la palabra en japonés de “hombre” es el dibujito de un hombre. No sé si esto es rigurosamente cierto, pero es la impresión que me ha provocado. Y esto es seguro: en la civilización oriental el dibujo y el arte son parte de la cultura. Pero nosotros somos menos visuales y leemos literatura y poesía, que recurren a símbolos no relacionados con la figura humana. ¿Qué ocurrió en mi caso? Que mi padre era arquitecto. Y además era un tipo brillante al que le gustaba todo, que sabía de música, de ciencia, de matemáticas, de pintura, de motores, y que andaba en moto, volaba en avión y dibujaba como los dioses (risas).

¿Eso cómo lo marcó?

Bueno, cuando yo tenía seis o siete años me sentaba en la mesa de dibujo y veía cómo papá pintaba con las acuarelas los edificios que hacía, y más tarde cómo íbamos al jardín y pintaba los árboles de nuestra casona, hasta que después, cuando a los nueve o diez años visitábamos a mi abuela, nos íbamos dos o tres horas al puerto y él se sentaba en el muelle a pintar los barcos y los reflejos del agua. Y bueno: yo hacía lo mismo. A mi padre le pedías que dibujara un Bentley de 1927 con un seis cilindros y lo hacía exactamente. Yo nunca llegué a esa calidad, aunque cuando entré a la Facultad de Arquitectura iba de taller en taller dibujando a mis compañeros, haciendo bien rápido las perspectivas, y agregaba autos en la fachada para tapar los errores que cometíamos cuando diseñábamos una casa, un liceo o un hotel. Y pasaba el profesor Cravotto y me decía: “Ah, usted es como su padre, ¡hace autos en vez de arquitectura!” (risas). Encima, a los 15 años ya me habían contratado para diseñar un automóvil, así que me fui a la General Motors de Peñarol a dibujar un proyecto que se construyó en Uruguay y que se llamó “Charrúa”. Entonces, para terminar la respuesta anterior: siempre dibujé, desde primaria he hecho caricaturas de mis amigos y de los profesores, cosa que me costaba porque a veces me tiraban de las orejas–ahora recuerdo una del “Banana” Bosch en la que retraté a mi amigo saliendo de una banana–, y fui básicamente un estudiante mediocre. Hasta que conocí un sitio donde ya no me tenía que ocupar de cosas que no entendía, como la biología, y donde no solo no me criticaban, sino que encima me daban premios por dibujar. A partir de ahí, exploté. Es más, me la paso dibujando en todos lados: en el Central Park, en la playa de Dubai o en la Plaza Mayor de Madrid. Si paro un rato en una placita, la dibujo. Y voy a academias de arte, como por ejemplo el Ontario College of Art &Design, donde hay modelos vivos, y hago dibujos de desnudos, lo cual me gusta muchísimo.

Así que es un vicio.

Sí, sí. Yo ando siempre con un lápiz y un papel. Hace pocos días, aprovechando un poco este contexto tan triste de pandemia, me fui con Alejandra, mi novia, caminando a la playa. Así que dibujamos las olas, la playa, el faro y las piedras.

Qué lindo que es ese encuentro íntimo con la naturaleza. ¿Quiénes son los artistas que usted haya conocido de chico y que, después de todo este tiempo, lo siguen conmoviendo?

Qué buena pregunta. ¿Sabés que nunca pensé en eso? Pero recuerdo vívidamente que me impresionó muchísimo el estudio del escultor José Belloni, donde todo –su pelo, su barba y su mármol–era blanco. Y también recuerdo obras inolvidables de Torres García que conocí gracias al arquitecto Mario Payssé Reyes.

¿Tiene una especie de “Beatles” del arte a los que vuelva recurrentemente, con independencia de cuándo los haya conocido?

Sin dudas. Para empezar, Umberto Boccioni, cuyo movimiento me encanta, y Constantin Brancusi, cuyo minimalismo siempre me impresionó. Para que se entienda mejor: nosotros éramos cuatro, dos hermanas y dos hermanos, y mi padre había puesto dos rieles en todo el corredor de la casona que teníamos en Toledo, a 22 kilómetros de Montevideo, donde teníamos un arcón dos veces más grande que aquel sofá que ves acá. Y ahí adentro había cartones en los que mi padre había pegado fotos de pinturas. Entonces, había una ficha técnica de cada obra con el nombre del autor, el año en que el cuadro había sido hecho y el museo donde estaba expuesto. De esos cartones habría como cinco mil. Y una vez a la semana cada uno tenía que hacer una exposición familiar con unos 15 en total. Podíamos poner lo que quisiéramos. Hasta que una vez expuestos, cada uno preguntaba: “Por qué pusiste esto? ¿Quién hizo esto? ¿Y qué es eso? ¿Me explicás esto otro?”.

¿Cómo le iba a usted exponiendo?

Bien, aunque siempre me metía en líos porque elegía desnudos y a mi madre, que era muy católica, no le gustaba, y me preguntaba indignada por qué ponía eso (risas). Así que de repente yo elegía “El origen del mundo”, de Gustave Courbet, donde básicamente lo único que ves es una vagina, y mi padre un poco atenuaba eso, porque decía: “No hay problema, el arte es el arte. Eso sí: explícanos por qué lo pones, quién era Courbet y por quién estaba influenciado”.

O sea que a ustedes los estimulaban muchísimo.

¡Sí! Durante la hora que pasábamos entre nuestra casa, el Sacré Coeur y el Seminario, teníamos que decir qué marca, de qué año y cuántos cilindros tenían los autos que pasaban. O de repente teníamos que hablar de capitales y ríos: “Londres, ¡el Támesis! Madrid, ¡el Manzanares!, París, ¡el Sena!” (risas).

¡Usted tenía el liceo en su propia casa!

Sí, mi padre era así.

Siempre me impresionó la fascinación que usted sintió durante sus primeros años en la Universidad de la República. Pero también la concepción liberal que le ha impreso a su oficio, esto es: aceptar que para un mismo problema son admisibles y correctas tres soluciones muy distintas, cuando la arquitectura puede ser un terreno fértil para visiones más autoritarias o dogmáticas. ¿Bajo qué prisma ve este fenómeno?

Guau. Empiezo por el cariño que siento por la facultad desde el comienzo, desde el día en que llegué y, en vez de tener que escribir en un cuaderno con tinta, nos daban papeles y podíamos dibujar con lápices y pasteles, todo lo cual fue una gran liberación porque yo adoro esa parte artística. Pero además allí conocí a gente absolutamente diferente entre sí, con la cual pasé largas horas en un ambiente donde la política también era muy importante, y que me estimuló mucho. Yo iba a la facultad de ocho de la mañana al mediodía, ahí salía corriendo al estudio donde trabajaba, después me iba en el ómnibus a tomar los cursos de facultad de entre las siete y diez de la noche, y finalmente llegaba a casa, me comía lo que hubiera y ahí volvía a empezar. Además, los sábados y domingos hacía muebles, decoraciones, arreglos de casa, en fin: changas (risas). Pero en facultad no solo hice grandes amigos, sino que viví momentos muy intensos y aprendí que hay tantas visiones del mundo como personas, lo cual se reflejó en mi manera de concebir la carrera y las posibles soluciones a un proyecto arquitectónico. Y tuve otra ventaja: el haber sido alumno del profesor Antonio Cravotto, hijo de Mauricio Cravotto, quien a su vez había sido profesor de mi padre, al igual que Julio Vilamajó. Y Cravotto era una persona muy moderna, muy ecléctica, que te dejaba hacer lo que quisieras en la medida en que lo justificaras, en lugar de recurrir a un planteo más estricto y dogmático, del estilo: “Esta es la arquitectura”. Un poco como mi padre nos dejaba elegir el cuadro que quisiéramos, para horror de mi madre, a condición de que hubiera una lógica.

Así que Cravotto fue muy importante para su concepción posterior.

Ni que hablar. Era un tipo difícil, no muy simpático, que nos trataba a la distancia, un poco salido de la Bauhaus. Y también nos trataba de usted, lo cual para mí es esencial y lamentablemente se ha ido perdiendo.

¿Por qué es esencial?

Porque respetar la formalidad es básico. Yo iba al colegio y preguntaba: “¿Cómo está usted, profesor?”. Y me respondían: “Buen día. ¿Cómo está usted, Ott?”. Eso no debería perderse. Yo acá voy a un restaurant y el mozo me pregunta “¿qué querés?”. E inmediatamente respondo: “¿Podría traerme esto, por favor?”. Porque además estamos perdiéndoles el respeto a las personas mayores.

Lo cual es muy triste. Pero hablemos un poco más de su obra. ¿Qué siente cuando, a la distancia, ve algunos hitos muy consolidados que ha construido a lo largo de su trayectoria, desde Oriente hasta París?

A ver: he tenido muchas obras que han gustado, he tenido obras criticadas y he tenido obras criticadas y aplaudidas al mismo tiempo. Pero mi tarea no es juzgarme, sino crear. Ahora, toda obra para un artista. es su hijo. Yo vuelvo a París, a Miami o a Shanghái, veo las obras que hice hace décadas y, por supuesto, recuerdo a la gente con la que conviví, por ejemplo el ingeniero estructural canadiense Alex Mandel, lo que yo hacía en ese momento, los placeres que me dio y las complicaciones que se derivaron, porque todo proyecto viene con sus logros y sus espinas. Así que, de alguna manera, cuando ves eso rememorás un poco tu vida. Pero para mí lo más importante es el futuro, y nunca he sido bueno para el autopsicoanálisis.

Entonces abandonémoslo. ¿De dónde sacó su pragmatismo?

No sé dónde lo aprendí exactamente, pero los anglosajones, sobre todo los estadounidenses, son los genios del pragmatismo, que para mí es un valor fundamental en la vida y en la arquitectura.

Pensando en su obra pero también en usted, ¿cómo diría que el tiempo lo ha modificado para bien y para mal? Y en relación a lo que dijo hace pocos minutos, ¿en su trabajo el pasado, el presente y el futuro conviven armónicamente, o usted hoy sería incapaz de hacer algo que hizo hace veinte años?

Es una muy buena pregunta, aunque para contestarla debo pensar mucho (risas). Mirá: te diría que en mi trabajo hay una continuidad, que hay evoluciones y, quizás, revoluciones. Continuidad, porque mi interés siempre fue hacer arquitectura moderna en lugar de caer en una especie de historicismo que no se interesa por abrir el futuro. Evolución, también, porque las cosas que han pasado entre el año 71 en que me recibí y este 2020 son increíbles. La tiralíneas y la regla de cálculo con que empecé a estudiar ya no se utilizan más, los materiales han cambiado, el hormigón no lo hacemos armado con acero sino con fibra de vidrio y tenemos plásticos que no existían hace treinta años, además de metodologías nuevas. Revoluciones, por supuesto, porque podemos realizar un dibujo en tres dimensiones en una pantalla de televisión, cuando yo hace 40 años tenía que elaborar una maqueta con plasticina. Quiere decir que existen continuidades y grandes cambios que llevan a esas modificaciones, pero a mí, a pesar de que no ignoro de dónde venimos, de que me importan mucho la cultura y la historia y de que me abrió mucho la cabeza conocer Oriente después de haberme criado con una concepción judeocristiana en Uruguay, me gustaría creer que sigo tratando de encontrar soluciones nuevas.

En esta conversación, usted ha hablado recurrentemente de sus padres. ¿Los extraña mucho?

Siempre pienso en ellos. Nosotros estamos vendiendo un campo que era de mi bisabuelo, vamos a firmar la venta en tres días, y la verdad es que estoy triste porque era algo que reflejaba su imagen y porque además no lo podemos administrar. Las raíces de un ser humano son algo esencial.

¿Y la familia que usted ha formado?

Tengo dos hijas magníficas y cinco nietos fabulosos, he sido un padre y un abuelo más o menos, y para mí todos ellos no son importantes: son importantísimos.

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Pablo Atchugarry y Carlos Ott. Un museo para la humanidad.