Una obra sensible y sugerente

La exposición “Juan de Andrés: La geometría del silencio”, curada por Pablo Thiago Rocca en el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry, nos propone un recorrido paulatino y cuidado por el lenguaje sensible del artista. Se trata de una selección de más de sesenta piezas entre ensamblajes, collages y esculturas, que nos permiten adentrarnos en el corpus de su obra.

De Andrés es un artista moderno, reafirma la autonomía de la obra, en tanto esta es y tiene completa independencia del autor, pues en su creación intervienen múltiples elementos conscientes e inconscientes, de los que ni siquiera el artista puede dar cuenta a cabalidad. Es debido a este carácter inasible e indescifrable que prefiere titular sus piezas con códigos, números o letras para no condicionar al observador. Pero, además, es autónoma en cuanto a sus referentes, ya que no busca un correlato con el mundo físico, sino que se vale de los criterios propios de su medio: el punto, la línea, el plano, el volumen y el color. 

Se define como un trabajador del arte, y como tal está continuamente revisando su obra y encuentra en cada exposición una oportunidad para analizar la evolución dentro de su proceso de indagación, que mantiene los ideales de síntesis y equilibrio como constantes a lo largo del tiempo. Para De Andrés, la síntesis es una búsqueda cada vez más dificultosa, porque responde a la suma de todo su trabajo anterior. El resultado es una composición sintética y sólida, en profunda armonía. Estas serán las claves de lectura que nos acompañen en esta muestra, organizada a partir de la técnica de las piezas y el diálogo formal entre estas.

Con este amplio panorama, podemos observar el progreso en su trabajo, que con el paso de los años se vuelve cada vez más preciso y contundente. En el marco del arte concreto y de la abstracción, su obra se distingue por la armonía de las formas y una paleta cromática sobria ―de tonos bajos y cálidos―. Más allá de utilizar una profunda abstracción ―de carácter racional―; De Andrés no reniega del simbolismo, que lo atribuye en mayor medida al color ―caracterizado por una carga subconsciente y emocional―. Pero este rasgo simbólico y personal también está presente en el uso afectivo que hace de los materiales, ya sea a través de la tela, el papel, el cartón o la madera, cada una de estas cálidas texturas nos remiten al carácter sensible y humano del artista. 

Si bien su formación en Uruguay estuvo marcada por la Escuela del Sur, en 1977 De Andrés se exilia en España, debido a la dictadura cívico-militar uruguaya (1973-1985). A partir de entonces entra en contacto directo con las corrientes artísticas del minimalismo y el constructivismo ruso, entre otras. Estos dos movimientos nutrieron su pensamiento y desde 1987 comienza una indagación que lo aparta del bastidor rectangular. Es por ello que las obras elegidas para esta exposición datan de 1989 en adelante, fecha que se establece como punto de inflexión en su carrera y marca el inicio de una gramática propia. 

Los ensamblajes ―en lienzo, madera y cartón― son las obras más características e identificables de este artista. Estas sutiles composiciones generan espacios a partir de un cuidado equilibrio entre color y forma. Estos espacios los construye con una interrelación de planos de color, por lo general delimitados por figuras cuadrangulares, aunque en algunas ocasiones aparece la curva ―como un elemento de sensualidad y sutileza― o la diagonal. En esencia busca crear una unidad entre la estructura y el color, para que ninguno de los dos predomine.

En estas piezas utiliza diversos recursos, como el surco, la hendidura o las cajas, que enriquecen la obra. De Andrés consigue establecer diálogos formales amables, si bien en sus composiciones conviven múltiples elementos organizados en relaciones disimétricas. Sus obras nos transmiten una sensación de austeridad e incluso vacío, son despojadas; por eso, en parte, Rocca nos habla de silencios, que en este caso no se trata de mutismo, sino de un estado en oposición al ruido, más parecido al susurro.

Los collages responden a un formato más acotado y pequeño ―producidos muchos de ellos durante la pandemia, una época de recogimiento―. En estos podemos percibir la materia también a través del recurso de la fotografía, que nos remite al referente de forma visual; esto le permite incorporar otras texturas y elementos, que en los ensamblajes serían inviables por cuestiones de escala. En estas piezas le interesa especialmente llevar al plano los valores del volumen, al mismo tiempo que le entusiasma establecer relaciones inéditas entre los materiales. Aparece con mayor frecuencia aquí el uso del lápiz, la línea y el golpe en seco como expresiones del límite. Se hace evidente en estas piezas un acercamiento y coqueteo con los planos y la arquitectura.

Por último, en las esculturas ―realizadas en su mayoría en acero de corten o acero inoxidable― prima la verticalidad. Estas composiciones suelen conformarse a partir de dos estructuras que se ensamblan en una suerte de danza. En ellas se pregunta por el concepto de dualidad: cuánto una forma se funde en la otra, cuáles son los límites de cada componente, cómo se abre y desdobla cada elemento. Ante la dualidad siempre debe sobreponerse la unidad, que es el fin último de su obra. El resultado es una estructura depurada y mínima en refinado equilibrio. 

En un momento en el que predomina el ruido, la vorágine y los intereses del mercado, el trabajo de este artista se presenta como a contracorriente en una invitación al silencio, la contemplación y la reflexión. De Andrés nos plantea una obra sensible y sugerente, no se trata de imponer una mirada o grandes verdades, sino de proponer una posibilidad: la obra de arte como una contingencia.

Elisa Valerio

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