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Pablo Atchugarry: El color en mi vida


  • Fundación Pablo Atchugarry 300 104 Departamento de Maldonado, 20000 Uruguay (mapa)

Del 4 de enero al 18 de septiembre de 2024

Exhibición de pintura

Recuerdo que los sábados en la casa de Millán, esquina Espinillo, en Montevideo, mi madre escribía y leía en voz alta textos literarios y mi padre pintaba. Allí descubrí que el color era parte de mi vida y a los ocho años empecé a pintar guiado por mi padre. Con la pintura viajé hacia mi interior descubriendo emociones que no conocía, y luego los viajes los hice alrededor del mundo con los cuadros como compañeros de aventura. La pintura fue la esencia de mi vida por mucho tiempo hasta que al final se transformó en escultura. No hubiera llegado a la escultura sin haber pasado por la experiencia del plano de la forma y del color. Esta exposición individual, solo de dibujos y pinturas, es la primera muestra después de cincuenta años y trata de hacer conocer al público mi camino durante estos setenta años de vida. —Pablo Atchugarry

El crítico italiano de arte, Marco Meneguzzo, resume en un ensayo introductorio la génesis y desarrollo de la pintura de Pablo:
"Se ha puesto mucho énfasis en la calidad preparatoria de la pintura para Pablo, pero nunca se insistirá lo suficiente en el valor de 'introspección' que ésta tuvo en su vida. El período de aprendizaje que Atchugarry se impuso durante muchos años coincide con el período más fructífero de su pintura, y el mero hecho de que Pablo insistiera mucho en recopilar casi toda su pintura en este volumen es una indicación de hasta qué punto ésta era importante, más allá incluso de cualquier consideración crítica, lingüística o económica: 'Lo hago por mí', sigue diciendo cada vez que le preguntan el motivo de tal compromiso con una lengua que otro quizás habría dejado de lado, considerando el gran éxito logrado como escultor. En cambio, Atchugarry cree que ha llegado el momento de 'devolver' a la pintura su papel en la propia aventura artística, casi como si fuera una especie de 'compensación' por un divorcio necesario de una persona fundamental en una etapa de la vida."

El propio Maestro añade, en la entrevista concedida al curador:
"No hay escultura sin pintura. Quiero recuperar esa identidad que ya no se conoce. Para mí es básico. Es desnudarse en el escenario de un teatro... Luego vienen la ropa, el vestuario, la escenografía, pero en la base de todo está el individuo y este ‘individuo desnudo’ fue el cuadro que me acompañó en la vida y en el arte."

El contexto formativo de Atchugarry

Atchugarry es ese niño, cercano a su padre Pedro -y a su madre María Cristina Bonomi, también amante del arte- que había sido uno de los muchos alumnos de Joaquín Torres García (Montevideo, 1874-1949), el pintor uruguayo que había establecido un puente ideal entre Europa -o, mejor dicho, París- y Uruguay, llevando a Sudamérica no sólo las teorías artísticas más modernas, sino participando activamente en ellas, hasta el punto de ser uno de los fundadores, con Michel Seuphor, del movimiento Cercle et Carré, en 1929.

Es necesario ahora contextualizar esta especie de 'aprendizaje casero' de Atchugarry, porque no es fácil situar el crecimiento de un artista que ahora es internacional, en una situación y un periodo básicamente muy 'periféricos' en referencia al mundo del arte, sobre todo de aquella época. Pablo Atchugarry nació en 1954, por lo que su verdadera formación sentimental, pasional y racional comienza en la segunda mitad de los años sesenta.

Un periodo de convulsión política y artística

América del Sur, y más concretamente el conjunto de países situados entre Brasil y Argentina, incluido su Uruguay natal, se agita políticamente entre opciones irreconciliables y radicalizadas entre el mito de la revolución social y la realidad de regímenes cada vez más autoritarios, y Uruguay también sufre estas contradicciones, con la dictadura que se arrastra desde 1967 y se manifiesta a partir de 1973, durando hasta principios de los años ochenta, y con la oposición armada de los Tupamaros.

La fuerza propulsora que se había visto en estos países, como destino de una amplia inmigración, con la idea de un mundo nuevo donde se podía hacer fortuna, se había ido apagando poco a poco, terminando su parábola a principios de los años sesenta, para iniciar una crisis que se manifestaría plenamente a lo largo de la década siguiente, con las dictaduras en los países más desarrollados del continente: Chile, Argentina, Brasil y Uruguay. En medio de estas bruscas convulsiones -de un lugar impreciso a una continua crisis económica y social-, para quienes querían saber más sobre una historia tan 'insignificante', frente a problemas mucho más acuciantes, como la historia del arte contemporáneo, incluso la mera recopilación de información se convertía en una tarea titánica.

Apenas existe la televisión, no hay radio que hable de ello y los pocos periódicos y revistas que informan de algo lo hacen casi siempre en un contexto local: Pablo es un adolescente, y la salvación está en su núcleo familiar, en una especie de tradición oral de su padre y su madre, que habían visto y conocido ejemplos y personajes con una visión abierta del mundo.

Una obra que trasciende fronteras

Es difícil encontrar otra cosa en esa época, a pesar de la gran tradición artística sudamericana o incluso hispana, dividida casi a partes iguales entre la abstracción y el realismo teñido de surrealismo. El propio Torres García es una especie de curiosa síntesis de uno y otro, al insertar símbolos antiguos y antropológicos en las estructuras cuadriculadas típicas de la abstracción de los años treinta. También Pablo, a la hora de decidirse por ser artista, elige ante todo la pintura como medio, y se siente más atraído por los motivos y los temas de la figuración.

Un legado para el arte y la espiritualidad

Aunque Pablo nunca manifestó intenciones políticas ni dentro ni fuera de sus obras, no podemos dejar de pensar que la combinación de juventud, emoción y percepción crítica de la realidad cotidiana no entró en esta elección: además, la contra evidencia puede verse en su escultura que, al menos durante casi toda la década de los ochenta, es figurativa (recordemos, por ejemplo, a Piedad de 1983, donde los rasgos estilísticos del dolor son los mismos que los de su pintura, entonces preponderante, o al menos paritaria, en su actividad como artista).

Fue con este bagaje cultural y de autoimagen que Atchugarry llegó a Europa, para perfeccionar su aprendizaje y buscar un horizonte más amplio para su arte, visitando en persona a los mitos de su adolescencia, como Van Gogh. Por el contrario, fue recibido como el artista sudamericano 'exiliado', y este estereotipo -común en aquellos años para cualquiera que llegara a Europa desde Sudamérica-, mostraba las dos caras de la moneda: una positiva, de acogida y relativo interés por parte de la cultura europea; y otra, menos positiva, que lo encasillaba en una categoría esquemática difícil de abandonar.

Como prueba de lo dicho hasta ahora, ahí están las obras. Las figuras representadas en los óleos y también en los dibujos son personajes en los que el sentido de la pobreza y de la búsqueda son evidentes, pero se trata de pobreza espiritual (los 'pobres de espíritu' a los que se refiere el Sermón de la Montaña) y de la búsqueda de un absoluto, a menudo representado por un disco/sol inalcanzable, pero hacia el que uno se vuelve. En otras palabras, se trata siempre de la pintura de un 'estado de ánimo', y nunca de un relato.

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4 de enero

Anthony Caro: La escultura como composición